Estamos viviendo un momento sin precedentes: hemos entrado de lleno en el Antropoceno, la era en la que nuestra especie es la principal fuerza que moldea el destino del planeta. No es metáfora ni concepto académico: es una realidad geológica y socioecológica. Desde la Revolución Industrial, y con mayor aceleración desde mediados del siglo XX, nuestras economías, tecnologías y modos de vida han transformado el clima, la biodiversidad, los suelos, los océanos y hasta la atmósfera.
Las evidencias son claras: más del 75% de las tierras libres de hielo han sido alteradas y ninguna zona del océano escapa a nuestra influencia. La urbanización, el comercio global y la producción de energía y alimentos han traído prosperidad a millones, pero han reducido la capacidad de la biosfera para absorber choques y sostener la vida en el largo plazo.
La biosfera no es un telón de fondo ni un conjunto de “recursos” por explotar: es el sistema que hace posible nuestra existencia. El aire, el agua, la fertilidad de los suelos y la estabilidad climática dependen de sus funciones. Sin embargo, seguimos tratándola como sacrificable en nombre del crecimiento.
Estamos sobrepasando límites planetarios en clima, biodiversidad y ciclos biogeoquímicos, acercándonos a puntos de inflexión que podrían provocar cambios abruptos e irreversibles.
El calentamiento global avanza más rápido de lo previsto. Los últimos seis años han sido los más cálidos registrados. A 1,2 °C sobre la era preindustrial, ya vemos olas de calor, incendios devastadores, sequías extremas y huracanes más intensos. El riesgo mayor es activar puntos de no retorno: derretimiento de Groenlandia, liberación de metano del permafrost, colapso de arrecifes y transición del Amazonas a sabana. Cruzar esos umbrales podría llevarnos a una “Tierra invernadero” que siga calentándose incluso sin emisiones.
La diversidad biológica no es un lujo estético ni un catálogo de especies exóticas. Es el sistema operativo de la biosfera. Los ecosistemas diversos son más resistentes, tienen mayor capacidad de adaptarse y de mantener funciones críticas como la producción de oxígeno, la regulación del clima o el control de plagas. Pero estamos perdiendo biodiversidad a un ritmo sin precedentes: la abundancia de especies vertebradas ha caído en promedio 68% desde 1970, y la conversión de hábitats en monocultivos, ciudades o pastizales para ganadería ha reducido drásticamente la “diversidad de respuestas” que nos protege frente a crisis. Cada especie que desaparece significa menos opciones para que la naturaleza se regenere después de sequías, tormentas o incendios.
El Antropoceno no afecta a todos igual. Comunidades pobres, mujeres rurales e indígenas sufren más sus impactos pese a ser quienes menos contribuyen a las emisiones. El 10% más rico genera más del doble de emisiones que la mitad más pobre. La degradación ambiental profundiza pobreza, migración y conflictos: la crisis ecológica es también una crisis de justicia.
La digitalización, la inteligencia artificial y la biotecnología ofrecen oportunidades para monitorear ecosistemas y descarbonizar la economía, pero pueden concentrar poder y amplificar desinformación si no se regulan. Las redes sociales han impulsado movimientos climáticos globales, pero también erosionado la confianza en la ciencia.
Los científicos son contundentes: no bastan ajustes marginales. Se requieren transformaciones profundas en energía, alimentos, ciudades, finanzas y gobernanza. Esto implica desincentivar la economía fósil, restaurar ecosistemas, rediseñar cadenas de suministro y construir instituciones capaces de gestionar la incertidumbre. La transición debe ser justa, redistribuyendo costos y beneficios para que nadie quede atrás.
La magnitud de la crisis puede paralizar, pero también movilizar. La pandemia de covid-19 mostró que es posible cambiar comportamientos a escala global en semanas.
Necesitamos un nuevo contrato social que reconozca que dependemos de una biosfera sana, con compromisos de descarbonización ambiciosos, financiamiento innovador y educación para convivir con la incertidumbre.
Estamos en una encrucijada. Si seguimos como hasta ahora, corremos el riesgo de desencadenar una cascada de crisis que comprometerán el bienestar de miles de millones de personas y de las generaciones futuras. Pero si actuamos con decisión, podemos aprovechar la enorme capacidad de innovación, cooperación y aprendizaje que caracteriza a nuestra especie para redirigir el rumbo.
El Antropoceno no tiene por qué ser sinónimo de colapso; puede ser la era en la que decidimos regenerar, restaurar y reconciliarnos con el planeta. La ciencia ya nos ha mostrado que el tiempo es limitado, pero suficiente si actuamos ahora. La verdadera pregunta es si tendremos la valentía colectiva para hacerlo. La historia nos juzgará no por lo que sabíamos, sino por lo que hicimos cuando supimos.
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