Resulta inevitable volver la vista al pasado: la Tragedia del Mocotíes en 2005 arrasó con pueblos enteros en Tovar y Santa Cruz de Mora. Veinte años después, el aluvión se repite. ¿Qué nos está diciendo la montaña? ¿Cuántas veces más hará falta una sacudida para comprender que la prevención no puede seguir siendo postergada?
Este 7 de julio, Día Internacional de la Conservación del Suelo, la pregunta se hace aún más urgente: ¿cuánto suelo hemos perdido por la deforestación de nuestras laderas? ¿Cuántos cerros han sido despojados de sus raíces naturales, convirtiéndose en toboganes de barro ante la primera tormenta?
En paralelo, el pasado 3 de julio se conmemoró el Día Mundial libre de Bolsas Plásticas. Puede parecer ajeno, incluso menor, en medio de una tragedia como esta. Pero lo cierto es que muchas quebradas que pudieron haber drenado mejor estaban colapsadas por desechos: bolsas, envases, plásticos de un solo uso que terminan taponando canales de drenaje. Cuando el plástico tapa y la tierra no absorbe, el agua busca por dónde romper.
No basta con declarar días internacionales si no los aterrizamos en realidades locales. Y si algo nos ha demostrado la experiencia merideña, es que el cambio es posible desde lo comunitario. El 15 de noviembre de 2010, el municipio Santos Marquina (Tabay) marcó un hito: aprobó el Decreto Municipal N.º 11, el primero en Venezuela en restringir el uso de bolsas plásticas. Este logro histórico fue impulsado por la participación comprometida de animadores ambientalistas como Leidy Boada, José Gregorio Torres y los hermanos Simón e Isidro Sandrea, junto con el respaldo de la comunidad organizada.
Ese decreto, que surgió del esfuerzo colectivo, sigue siendo un faro. Hoy, frente al lodo y la devastación, su mensaje cobra más fuerza: podemos transformar nuestras prácticas si asumimos la corresponsabilidad ambiental. Mérida necesita más que promesas. Urge un plan serio de manejo de cuencas, que incluya reforestación de cabeceras, control de tala ilegal y un verdadero ordenamiento territorial.
Las comunidades han respondido con coraje: centros de acopio, brigadas espontáneas de limpieza, campañas de solidaridad. Pero es hora de que las autoridades tomen nota de esta resiliencia y la respalden con políticas públicas sostenidas.
La conservación del suelo no es un eslogan. Es una inversión en seguridad, en soberanía alimentaria, en vida. Cada árbol que se planta en la alta montaña es una represa natural. Cada bolsa que no usamos es un desagüe que no se obstruye. Cada comunidad informada es una emergencia que se previene.
Como merideño, me duele ver mi tierra hundida. Pero también sé de lo que somos capaces. La historia —y la montaña— nos pide que dejemos de reaccionar y comencemos a anticipar. Que hagamos memoria no solo del desastre, sino de nuestras capacidades de transformación.
Como merideño, me duele ver mi tierra hundida. Pero también sé de lo que somos capaces. La historia —y la montaña— nos piden que dejemos de reaccionar y comencemos a anticipar. Que hagamos memoria no solo del desastre, sino también de nuestras capacidades de transformación.
Quizás no podamos cambiarlo todo de golpe. Pero cada acción cuenta: cada árbol sembrado, cada bolsa evitada, cada quebrada despejada por una comunidad organizada. Que este 7 de julio no pase en silencio. Que sea un recordatorio de que, incluso en medio de la adversidad, aún hay margen para cuidar lo que nos queda. Y desde allí, sembrar futuro.
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