martes, 4 de noviembre de 2025

Las pescadoras que abandonaron el mar: en Ecuador, los piratas y narcotraficantes han desplazado a las mujeres de su oficio, por @mongabay

  • Las mujeres pescadoras de La Chorrera, un pueblo de la provincia de Manabí, han decidido ya no ir al mar para evitar exponerse a las bandas de piratas y narcotraficantes que atacan en altamar.
  • Sin poder salir a pescar, las mujeres deben dedicarse a filetear pescado, a tareas de limpieza o a montar pequeños negocios.
  • El terremoto de 2016, los efectos de la pandemia y la sobreexplotación pesquera asentaron las condiciones para que el crimen organizado tomara fuerza.
  • Acceder a combustible también se ha vuelto un problema para los pescadores artesanales y en La Chorrera todos saben que el combustible se desvía para operaciones ilegales.
La Chorrera no es precisamente un pueblo pintoresco. Más bien, son notorios el descuido y la pobreza. En sus calles empolvadas se dispersa la basura que traen la brisa y las mareas. Sobre la larga playa de 3.5 kilómetros de extensión permanecen encalladas algunas lanchas por falta de motor y, hacia media mañana, los pescadores se esfuerzan por desanudar sus redes vacías.

Carmen, de 47 años, en ocasiones ayuda en esa tarea a su hermano Manuel. Ellos dos, así como el resto de personas mencionadas en este reportaje, aparecen con nombres cambiados por cuestiones de seguridad. Carmen era muy pequeña cuando llegó por primera vez a La Chorrera en el velero que timoneaba su padre. Venían de su natal Jaramijó, una importante ciudad pesquera cerca de Manta, en la provincia de Manabí, donde también está La Chorrera. La travesía podía tomar hasta seis días. “Todo dependía del viento, así como nos traía, así mismo nos devolvía”, recuerda. La familia —padres y tres de los cuatro hijos— se instaló definitivamente en 1985, en una choza levantada con plásticos, con la esperanza de que ese mar les diera una mejor vida.

Carmen empezó a pescar cuando tenía 10 años. Junto a su padre y sus dos hermanos, entre ellos Manuel, recogía larvas de camarón para venderlas a laboratorios que las cultivaban para luego pasarlas a piscinas de crecimiento. “Fue una buena época”, dice, “la gente que aprovechó la larva pudo hacer algo de dinero”.

Su padre logró comprar un bote con motor. Vino la pesca de langosta y langostino, y después la de variadas especies pequeñas que, atrapadas en conjunto, forman lo que se conoce como pescado revuelto. En mejores días y en aguas más fecundas, conseguían especies medianas más apetecidas y de mayor precio: cachema, robalo, pargo.

A los 22 años, Carmen se casó con un pescador del pueblo y tuvo a su primera hija. Cuando la niña creció, ella volvió al mar junto a su esposo. Nunca fue un trabajo fácil, pero en esos años —inicio del siglo— las preocupaciones todavía eran el oleaje, el viento y la cantidad de pescado que el mar podía ofrecer. “Antes usted no veía los grandes barcos que hoy se llevan todo. Cogen hasta el pescado pequeño que luego se muere. No respetan la milla de protección y se meten hasta acá”, dice acerca de la ley ecuatoriana que reserva ocho millas desde la costa para la pesca artesanal, pero que, afirma ella, nadie cumple. En La Chorrera todos coinciden: esa norma no impide que los barcos industriales invadan con sus redes profundas y sus sistemas mecánicos de wincha y poleas.

Luego vino el mal más nuevo, el mayor: los piratas, delincuentes vinculados a redes de crimen organizado que roban principalmente lanchas y motores para luego utilizarlas en el tráfico de drogas. Así lo demostró una investigación de Mongabay Latam publicada el 22 de octubre pasado que da cuenta de cómo el negocio criminal de las extorsiones a pescadores se ha convertido en un brazo clave en la logística del narcotráfico para controlar las rutas marítimas de contrabando.

Desde entonces, las mujeres han dejado de salir a pescar y sus esposos han optado por no llevarlas con ellos por miedo a que los asaltos terminen con violaciones. “Básicamente, ese miedo ha hecho que las mujeres ya no trabajemos en el mar”, dice Carmen.

Tras años de trabajo y ahorro, su esposo logró comprar una lancha mediana con un motor de 75 caballos de fuerza, pero hace un año le asaltaron mientras pescaba a unas 80 millas náuticas, a donde iba a buscar picudo, albacora, bandera y otras especies grandes. Le robaron el motor y los materiales de pesca, hasta la comida y la chaqueta que llevaba. La pérdida bordeó los 7000 dólares. “Perdimos todo. Ya no podíamos meternos con otra deuda porque… ¿y si vuelve a pasar lo mismo?”, se preguntan. Hoy esa lancha está varada en la playa, como tantas otras que perdieron su motor, y el esposo de Carmen ha debido volver a trabajar como empleado en otra embarcación.

Ya sin poder salir a pescar, ella encontró oficio en el fileteado de pinchagua. Ese pez, que la ciencia llama Opisthonema spp y que es desdeñado por ser poco carnoso, es comúnmente transformado en harina para alimentos balanceados para la avicultura, pero Carmen lo filetea, lo corta en cubos y lo vende empacado al vacío, listo para que se convierta en ceviche. “Aquí las mujeres somos emprendedoras, como sea salimos adelante”, dice.

Tras una faena iniciada en la madrugada, los pescadores de La Chorrera remiendan y desenredan sus redes, dejándolas listas para la próxima salida en la tarde. Foto: Irina Dambrauskas

Una serie de infortunios

A inicios de los años 80, La Chorrera era un pueblo de apenas seis o siete casas levantadas sobre una tierra seca e inhóspita frente a un mar que prometía sustento. Pescadores de varias playas de Ecuador empezaron a llegar con la esperanza de que esas aguas les dieran una mejor vida. Se estima que en la actualidad hay alrededor de 300 viviendas en esta comunidad —muchas construidas tras el terremoto de 2016—, en las que habitan unas 2000 personas. Cerca del 40 % de su población en edad productiva se dedica directa o indirectamente a la pesca.

El terremoto de abril de 2016, de magnitud 7.8, tuvo su epicentro en Pedernales, la ciudad más grande y poblada de esa zona. La Chorrera queda a 3.5 kilómetros de allí y se destruyó en un 90 %. Hoy, casas, locales y otras edificaciones sobre el que puede considerarse malecón muestran estructuras inconclusas, materiales endebles y acomodos forzosos para lograr tender un techo. En la parte alta del pueblo se asienta un complejo habitacional con casas de 53 metros cuadrados con estructuras de caña guadua y paredes de cemento. En abril de 2018, el Gobierno del presidente Lenín Moreno inauguró ese complejo para otorgar viviendas a los damnificados. Según la Secretaría de Comunicación del Gobierno, se planeaba levantar 250 casas, pero se entregaron solo 164.

“Primero fue el terremoto, que destruyó el pueblo”, dice Manuel. “Luego llegó la pandemia y todo se nos puso más duro, y eso se conectó con el crimen. Hasta el sol de ahora estamos padeciendo”, acota Pedro, colega suyo.

Pero eso no es todo, la sobreexplotación de los recursos pesqueros también ha contribuido en crear las condiciones perfectas para que opere el crimen organizado.

Débora es la pescadora que más recientemente abandonó el oficio. Tiene 27 años y llegó a La Chorrera desde Guayaquil hace una década. Su esposo, pescador local, la introdujo en esa actividad que pronto se volvió vital para costear el tratamiento de su hija con glaucoma. Usaban la embarcación del suegro. En temporada de camarón (de junio a agosto), salían a las cinco de la mañana, calaban redes y regresaban al mediodía para almorzar. Volvían al mar por la tarde y si la pesca se mostraba auspiciosa, se quedaban hasta el anochecer. En época de pescado (de diciembre a mayo), la jornada iniciaba a las cuatro de la tarde y terminaba a la mañana siguiente. Después de vender a los intermediarios —comerciantes de ciudades cercanas que colocan el pescado en restaurantes y pescaderías— dedicaban el resto del día a la tediosa tarea de desenredar sus mallas. Así hasta empezar de nuevo el ciclo, cinco o seis días por semana.

La pesca del día es dispuesta por los pescadores sobre la calle principal de La Chorrera, donde los comerciantes llegan para comprar el producto fresco. Foto: Irina Dambrauskas

La rutina era estable, no así la pesca ni el ingreso. “Cuando empecé había abundancia, pero ahora hay poco”, dice Débora. A veces, en toda una semana lograban apenas un quintal, lo que cabe en una gaveta de plástico. Atrapar esa cantidad en un día es un logro aceptable, pero hacerlo en una semana es un fracaso. Para que le resulte mínimamente rentable el pescador debe vender la gaveta de pescado a 60 dólares. Los barcos industriales, que arrastran con ellos cinco o seis lanchas pequeñas para que constantemente lleven la pesca a puerto mientras ellos siguen pescando, venden la misma gaveta a 30 dólares.

Renato Rivera, especialista en economía del crimen organizado y seguridad internacional, confirma que esas dos variables —pandemia y sobreexplotación— incidieron fuertemente en la llegada del crimen. Para conseguir capturas, “[los pescadores] tienen que viajar más lejos y necesitan más recursos para hacerlo, y están los efectos de la pandemia en el sector pesquero con una economía que crece muy poco”, explica.

El terremoto, la pandemia y la sobreexplotación asentaron las condiciones para que el crimen organizado aprovechara la vulnerabilidad del pueblo. Desde entonces, en alta mar son frecuentes el robo de embarcaciones, motores y equipos de pesca, así como las agresiones, violaciones, asesinatos y desapariciones.

Débora dejó de pescar a inicios de este año para poder dedicarle tiempo a su hijo menor, pero también por miedo a los piratas. “Imagínese si nos llegan a coger por allá, qué nos podrían hacer por ser mujeres”, dice.

Una pescadora filetea un pescado llamado Chancho. Foto: Irina Dambrauskas

“El pescador artesanal está desprotegido”

Sobre la playa, hacia el final del malecón, queda un quiosco de madera y caña de seis metros cuadrados que tiene montada una pequeña cocina en la que se preparan platos para la familia o para la venta. Sus dueños, los esposos Pedro y Gloria, son pescadores. Ella es una líder en el sector pesquero y hace limpieza en un colegio. Aprovecha cualquier oportunidad de negocio que aporte algún ingreso a su familia.

Gloria tiene 40 años y es madre de un chico de 20 y de una niña de 13. Llegó a La Chorrera desde Jaramijó hace 30 años para dejar atrás un dolor. Su padre, también pescador, había quedado a la deriva en alta mar durante 15 días y, aunque no murió, necesitaban cambiar de aguas para superar el trauma que les dejó esa experiencia. Se casó cuando tenía 15 años y Pedro, su esposo, 19. Junto a él se lanzó a pescar. Fueron 20 años de trabajo sostenido, hasta que ella también tuvo que resignarse. “Por la inseguridad que vivimos hemos dejado casi abandonada la actividad”, dice Gloria. “Mi esposo ya no quiere que vaya porque dice que si nos matan, que maten solo a uno”. Pero su espíritu inquieto le incita a embarcarse cada tanto. “Me gusta la adrenalina del mar, compartir con mi esposo, ver las ballenas, aunque no son muy amigas mías”.

Gloria y Pedro practican lo que en ese ámbito se considera pesca deportiva. Con caña o con carrete van en busca de especies grandes como el guajú, la sierra o la albacora, por las que se paga entre 1.80 y 2.50 dólares la libra (frente a los 0.60 dólares del pescado pequeño). Pedro se dedicó a esta pesca luego de que en alta mar le robaran el trasmallo. “Ya no quise invertir más en malla”, dice. Como a Gloria, le gusta la mezcla de calma y adrenalina que le ofrece ese tipo de pesca, aunque no siempre le compensa.

Cuatro o cinco veces por semana sale a las cuatro de la mañana y avanza 10 millas. Invierte 24 dólares —20 en combustible y cuatro en el arrastre del canguro, que es el tractor que lleva las lanchas al mar— y en ocasiones no pesca nada. “Así es, me toca aventurar. Si al pez le da por morder, muerde. Si no, ni para el café”.

Un canguro, el tractor que se usa para transportar los botes, introduce una embarcación al mar para la faena de pesca vespertina en La Chorrera. Foto: Irina Dambrauskas

Un trasmallo es un material de pesca compuesto por tres mallas superpuestas. Está enmarcado por un cabo y lleva pesas y boyas. Su extensión se mide en brazas. Una braza equivale a 1.67 metros. Comprar uno nuevo de 1000 brazas, que es el que comúnmente usan los pescadores artesanales de lanchas pequeñas y medianas, le costaría a Daniel Hurtado alrededor de 2000 dólares. No está dispuesto a que se lo roben otra vez.

Además, acceder al combustible también se ha vuelto un problema. Los pescadores de La Chorrera se abastecen de él en una estación que queda en Pedernales y que debería proveerles solamente a ellos porque fue establecida por las cooperativas de ese pueblo pesquero. Tienen un cupo semanal de 140 galones por un motor y 240 galones por dos motores. “El problema es que ahora viene gente de otras localidades a llevarse ese combustible para utilizarlo en cosas ilícitas”, explica Manuel, “y el cupo que teníamos se redujo y ahora solo nos vendes 55 galones a la semana”.

“Con esta inseguridad, el pescador artesanal está desprotegido y su vida está en riesgo”, dice Gloria. “Lo que necesitamos es que las fuerzas de seguridad hagan más recorridos en el mar, que se instalen sistemas de monitoreo para que se rastreen a las embarcaciones, que las autoridades realmente atiendan nuestras denuncias. Esa es mi lucha día a día”.

Mongabay Latam solicitó a la Armada de Ecuador información sobre su política de control en esta zona, pero no obtuvo respuesta. Sin embargo, en una investigación de este medio recientemente publicada, fuentes policiales confirmaron que los asaltos a pescadores en alta mar están vinculados al tráfico de drogas. “Roban los motores a pescadores y luego los utilizan para ponerlos en otras embarcaciones y sacar la droga a mar abierto”, dijo un agente antinarcóticos. La investigación periodística da cuenta de que bandas de narcotraficantes extorsionan a los pescadores a cambio de no ser atacados y que también son forzados a transportar droga.

“En el caso de los pescadores alrededor de Manta, en Manabí, ellos tienen la capacidad de llevar la carga directamente a Centroamérica”, explica el experto en crimen organizado Renato Rivera. De hecho, cuenta que “un narcotraficante puso una gasolinera en el Pacífico. Pescadores estaban esperando con gasolina, cargaban estos mismos barcos y se iban hasta Centroamérica”.

De acuerdo con información del Ministerio del Interior, las muertes violentas a pescadores en todo el país se han incrementado dramáticamente en la última década. En 2014 se registraron cinco casos a nivel nacional, mientras que en 2024 hubo 45 asesinatos. Organizaciones de derechos humanos y pescadores aseguran, no obstante, que el número de víctimas es mayor y que el subregistro se debe al miedo a denunciar.

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