miércoles, 13 de agosto de 2025

Un refugio para Prince: la historia del rescate de un jaguar que no podrá regresar a la selva en Perú. por @mongabay


Joseph Zárate
  • En Loreto, una región de la selva norte de Perú, el mariposario y centro de rescate Pilpintuwasi cuida casi un centenar de animales rescatados del circuito de tráfico de fauna silvestre, una de las economías ilegales más millonarias después del narco y el tráfico de armas, y Prince, el jaguar, es uno de esos sobrevivientes.
  • El jaguar (panthera onca) es el tercer felino más grande del mundo después del tigre y el león, habita 18 países y Perú alberga la segunda población más grande de esta especie en Sudamérica, pero su presencia se ha erradicado en casi el 50 % de su área de distribución histórica.
  • Debido al comercio internacional de sus partes y la destrucción de su hábitat, es una especie “Casi Amenazada” en la Lista Roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), y está incluido en el Apéndice I de la Convención sobre Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestre (CITES).
  • Perú es el país que hizo más envíos de partes de jaguar (24 % del total) hacia Estados Unidos, el destino más frecuente de este tráfico (76.3 % del total), seguido por Alemania (5.3 %) y China (4 %), obsesionada con usar los huesos en la medicina tradicional.
Dentro de su jaula, acaban de soltar a un pollo vivo. El ave no corre, ni emite sonido alguno, pareciera sentarse con serenidad sobre la tierra a esperar. Prince sale de su escondite y se acerca lentamente: tiene el pelaje brillante, que va del amarillo al naranja rojizo, con patrones negros en forma de rosetas, mucho más grandes que las de su pariente, el leopardo. Con sus patas toquetea su presa unos segundos, como si jugara, el ave de pronto cacarea y agita las alas intentando escapar, pero es inútil: Prince le muerde la cabeza y se la lleva tranquilamente hasta lo alto de un tronco dentro de su jaula de diez metros cuadrados. Recostado con su almuerzo entre las patas, en medio de crujidos de huesos que se rompen, muy pronto el hocico se le llena de plumas blancas y de sangre.

“¡Antes este no era así! Cuando le daba el pollo vivo, ni sabía cómo cazarlo, más bien lo acariciaba. He tenido que matar al pollo frente a él para que entendiera que es su comida”.

Gudrun Sperrer es una austriaca de 64 años, asistente social de profesión, delgadísima, anteojos de medida, el pelo rubio recogido en una cola y la piel pecosa quemada por el sol. Desde cierto ángulo, tiene un parecido a Jane Goodall. Es la fundadora de Pilpintuwasi, un mariposario —eso significa su nombre en quechua: “casa de las mariposas”— que desde hace más de 20 años funciona como centro de rescate de fauna silvestre: un predio de 18 hectáreas de selva en Padre Cocha, una comunidad de familias indígenas bora y kukama, a 20 minutos en bote desde Iquitos, surcando el Nanay, en la selva norte de Perú. Es aquí donde Prince pasa sus días. Alimentarlo de esa forma, dice Gudrun, soltándole a veces un pollo vivo (o dándole cuatro kilos de carne de res cruda) al día es una manera de “reentrenar el instinto cazador” de un jaguar que estuvo 15 años encerrado en una pequeña jaula de cemento.

Mientras esperamos a que el jaguar acabe su almuerzo, Gudrun cuenta que dedicar su vida a animales como Prince ha sido su “razón de ser” desde que llegó a la Amazonía a inicios de los años 80. Entonces vivía con una familia que criaba pollos y cerdos, cerca del río Nanay. Se ganaba la vida vendiendo artesanías y enseñaba inglés en una escuela del pueblo. Le decían “la gringuita”. Luego volvió a Viena para ser voluntaria en el mariposario del zoológico de Schonbrunn, algo que le fascinó, pero la selva nunca salió de su mente. Por eso, cuando en 1995 volvió una segunda vez a Perú, uno de los países con más diversidad de mariposas del planeta (al menos 3700 especies, el 20 % del total mundial), decidió crear Pilpintuwasi, cuyo terreno pudo comprar con la herencia de su madre.

No fue hasta el año 2001 que su mariposario abrió sus puertas a un primer jaguar rescatado. Se llamaba Pedro Bello y llegó dentro de una caja de frutas, siendo solo un cachorro, con el cuerpo lleno de gusanos. Gudrun lo cuidó lo mejor que pudo hasta 2024, cuando murió de un infarto. “A las dos semanas de que Pedro Bello muere, me llaman, me dicen: ‘Ahora que tienes una jaula vacía, ¿no quieres recibir otro jaguar?’”, cuenta la experta en mariposas. Al principio se opuso a la idea. Luego, lo pensó mejor.

Cuando Gudrum fue a ver el lugar donde tenían a Prince (en ese momento se llamaba Otto por “otorongo”, como le llaman la mayoría de peruanos al jaguar, luego la mujer que dona dinero para alimentarlo le cambió de nombre), este casi no se movía, pesaba apenas 50 kilos (casi la mitad de su peso promedio), se le veían las costillas, estaba deshidratado y tenía problemas en los riñones. Desde cachorro, y durante los siguientes 15 años, Prince había vivido recluido en una celda de cemento de dos por cinco metros, como la mascota de Iván Vásquez Valera, exgobernador de Loreto. El lugar se llamaba Granja 4, un local turístico privado donde el político en cuestión celebraba fiestas y cumpleaños con piscina, cerveza y música en vivo hasta la madrugada.

A Prince le habían cortado la punta de las orejas, tenía los incisivos gastados y le faltaban algunas garras, como si hubieran intentado domesticarlo a la fuerza, hasta convertirlo en un gato grande e inofensivo. Cuando Vásquez fue encarcelado por corrupción, Prince pudo ser rescatado en marzo de 2024 gracias al trabajo conjunto del Gobierno Regional de Loreto, las autoridades aduaneras y la ONG Panthera. Además, los vigilantes del lugar (que lo habían alimentado con fetos de animales) ya no sabían qué hacer con él. Gudrun cuenta que cuando por fin lo llevaron sedado a Pilpintuwasi, Prince apenas tenía la voluntad de comer. Solo andaba en círculos, como aturdido, sobre el único pedazo de suelo de cemento que había en su nueva jaula, como si tuviera temor de posar sus patas sobre la tierra de la selva.

Perú 2 - Gudrun Sperrer asistenta social fundadora de Pilpintuwasi - Foto Max Cabello

La austriaca Gudrun Sperrer es asistenta social de profesión, experta en mariposas y fundadora de Pilpintuwasi, donde se encarga de cuidar de Prince, además de otro casi centenar de animales rescatados. Foto: Max Cabello

Perú alberga la segunda población de jaguares más grande de Sudamérica. Si Prince hubiera permanecido en la selva en la que nació, formaría parte de esa estadística positiva: libre en el bosque tropical, sería el animal dominante de su hábitat. Un cazador solitario y oportunista que acecharía a sus presas cuando el sol apenas se levantara o cayera sobre el horizonte, las sorprendería y saltaría sobre ellas (jaguar, en lengua guaraní, significa “el que mata de un salto”) y las mordería en el cuello hasta asfixiarlas o perforarles el cráneo con esos colmillos que pueden destrozar caparazones de tortugas. Treparía a los árboles para descansar, o se llevaría a sus presas grandes (aves, serpientes, monos, venados, tapires, sajinos) para que no le arrebataran lo suyo. Así, gobernaría entre 20 mil y 100 mil hectáreas de territorio, el hábitat que necesita para obtener su alimento y refugio.

Mientras Gudrun me cuenta todo eso, Ken aparece de pronto. Es un mono choro de nariz colorada, que en su arrebato de curiosidad intenta quitarme la grabadora. Pilpintuwasi es el hogar de casi un centenar de animales rescatados. Acá viven Chibolito (un coatí), Pancho (un lagarto), Gokú (un guacamayo), Pili (una osa hormiguera), Togo (un ocelote), además de Prince y Oritia, un jaguar hembra que llegó en plena pandemia, recién nacida, luego de que unos comuneros mataron en venganza a su madre por haber atacado a un chico que quiso robarse sus cachorros.

“Todos ellos son como sobrevivientes de casos de tortura”, dice Gudrun.

Cuando los turistas van a Pilpintuwasi y ella les cuenta estas historias, “unos lloran, otros dicen ‘no quiero saber, estoy de vacaciones’. La mayoría solo están interesados en tomarse fotos”.

Eso, por supuesto, no le impide seguir adelante con su trabajo, aunque a veces sienta un profundo desánimo y rabia. Sobre todo, cuando va a Iquitos y por curiosidad pasa por las tiendas donde exhiben diversas partes de jaguares.

Con el hocico lleno de plumas ensangrentadas, Prince se levanta de pronto y da unas vueltas dentro de su jaula hasta que decide recostarse, observándonos fijamente. Gudrun dice que ya es suficiente por hoy y hay que dejarlo tranquilo. No quiere que el jaguar se vuelva a acostumbrar a la presencia humana.

“Prince está mejor, pero no puede regresar a la selva. Excepto algún espacio en Madre de Dios, no hay lugares para rehabilitar a un jaguar en Perú”, advierte Gudrun y precisa que Pilpintuwasi ha reinsertado unos 20 animales: algunos perezosos, monos pichicos, una anaconda o monos leoncitos. Pero sabe que reintroducir un jaguar a la vida silvestre supone un proceso complejo en el que hay que “quitarle la confianza que le tiene al ser humano: un animal que confía en la gente no va a sobrevivir. Se va a acercar a un caserío, pensará: acá me van a dar de comer, y terminará muerto, degollado, sin dientes”.

Gudrun dice que fue su padre —que vive en Austria y tiene 95 años— quien le enseñó, sin querer, sobre los horrores que los humanos somos capaces de cometer, no solo contra los animales como Prince, también contra los de su propia especie.

Cuando era niña, la llevó a conocer Mauthausen, el campo de concentración nazi. Gudrun jamás olvidará los hornos, las celdas aún con juguetes de niños, ropa, dientes de oro, las barracas donde familias judías vivían hacinadas esperando lo peor.

“Los humanos pueden ser crueles”, dice, “un jaguar o una mariposa no”.

En las oficinas de la subgerencia de gestión de fauna silvestre en Loreto, Amazonía peruana, se conservan varios de los productos hechos con partes de jaguar que las autoridades decomisan, como tapices hechos con pieles curtidas de jaguar. Foto: Max Cabello

Pieles del delito

Desplegadas sobre el escritorio hay seis pieles curtidas de jaguar de más de un metro y medio de largo. Junto a ellas, posan un frasco de vidrio lleno de colmillos del felino; unas fundas para cuchillos y billeteras hechas de cuero del gran carnívoro americano; patas disecadas convertidas en amuletos; y un cráneo de jaguar adornado con acrílicos de colores y pequeñas aves y serpientes de cerámica, como si se tratara de una pieza de arte kitsch. Es solo una mínima muestra de los cientos de objetos —un total valorado en unos 4000 dólares— que las autoridades de fauna silvestre de Loreto decomisaron en septiembre de 2024, durante un megaoperativo en las tiendas que más frecuentan los turistas en Iquitos: el Mercado de Belén, el Mercado Artesanal Anaconda, la Asociación de Artesanos El Jaguar, el Mercado Artesanal de los Pueblos Originarios, entre otros negocios, pequeños y grandes, donde acaban solo una parte de los jaguares de la selva de Perú.

“Como los vendedores no tienen papeles de los productos, se les incauta todo, pero siempre vuelven a las andadas”, dice el biólogo William Flores, subgerente regional de gestión de fauna silvestre en Loreto, mientras saca de unas cajas de plástico estos inquietantes souvenirs. “Mientras haya demanda de los turistas, seguirán las ventas”.

El jaguar —el tercer felino más grande en el mundo después del tigre y el león— habita 18 países, desde México hasta Argentina. Su presencia, sin embargo, se ha erradicado de casi el 50 % de su área de distribución histórica. Debido al comercio internacional de sus partes y la destrucción de su hábitat, hoy es considerado una especie “Casi Amenazada” según la Lista Roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), y está incluido en el Apéndice I de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestre (CITES), un documento que incluye todas las especies en peligro de extinción, y cuyo comercio se autoriza bajo circunstancias excepcionales.

En Perú, una persona puede ir de tres a cinco años a la cárcel si compra, vende, transporta, almacena o exporta algún espécimen silvestre como mascota, como carne de monte o en partes: cráneo, garras, dientes, piel. Y si se identifica al traficante como miembro de una organización criminal, puede acabar preso entre 11 y 20 años. Las sanciones para estos delitos son altas, pero eso no ha detenido el tráfico en los últimos años.

El jaguar, tercer felino más grande en el mundo después del tigre y el león, habita 18 países, desde México hasta Argentina. Ilustración: Alma Ríos

Un estudio de 2021 de la CITES informa que Perú es el país que más envió partes de jaguar (24 % del total), seguido de Bolivia (14.1 %), y que es Estados Unidos el destino más frecuente de este tráfico (76.3 % del total), seguido por Alemania (5.3 %) y China (4 %), obsesionada con usar los huesos del gran felino americano como vital ingrediente en su medicina tradicional.

El tráfico de animales silvestres —la mayor economía criminal después del negocio del narco y el tráfico de armas— es solo el eslabón de una cadena de amenazas para la supervivencia del jaguar: la pérdida de hábitat, la disminución de sus presas, la cacería por conflictos con humanos, incluso el aparentemente inofensivo gesto de adoptar uno de estos felinos silvestres como mascota.

El biólogo Flores cuenta que su oficina registra al menos dos felinos silvestres —generalmente de especies como jaguar, ocelote y margay— rescatados cada mes que son ubicados en alguno de los centros de rescate con los que trabajan en Loreto, como Pilpintuwasi. A mediados de 2023, en San Juan de Pavayacu, cerca del río Tigre, zona cocalera, rescataron a un jaguar que era la mascota de una familia. Y a inicios de este año salvaron a un bebé jaguar en una comunidad del alto Amazonas, pero falleció poco después. Lo habían alimentado con masato, esa bebida fermentada de yuca, ideal para animar las fiestas comunales, pero un veneno para un felino recién nacido.

“Cuando les dices que es ilegal tener un jaguar como mascota, algunas familias no quieren entender, se enojan”, cuenta el biólogo Flores. “Para ellos es su animal y punto”.



En 2024, las autoridades de fauna forestal en Loreto realizaron un megaoperativo en las principales tiendas de artesanías hechas con partes de jaguar en Iquitos. La incautación resultó en un valor total de unos 4000 dólares. Fotos: Max Cabello

Yuzen Caraza, exfiscal ambiental de Loreto hasta 2023 (estuvo en el cargo seis años), lo sabe porque acompañó de cerca el rescate de Prince. El abogado especialista en derecho ambiental recuerda que, junto con las autoridades de fauna silvestre y veterinarios de la ONG Panthera, llegaron hasta la Granja 4 para ver el estado del jaguar meses antes de que lo llevaran a Pilpintuwasi. El exgobernador Vásquez Valera había gestionado una autorización para tenerlo, según explica el exfiscal Caraza, pero el sitio donde estaba Prince carecía de medidas técnicas para que pudiera vivir ahí.

“Contaba con nada de espacio para movilizarse. Estaba desnutrido. Era maltrato animal lo que estaba sufriendo. Pero los técnicos y especialistas, quienes pudieron haberle negado ese permiso, igual se lo dieron”.

Caraza recuerda que cuando era fiscal ambiental de Loreto, cada mes ingresaban entre 60 y 70 casos de delitos ambientales. De ese total, un 30 % tenían que ver con fauna silvestre. Él mismo participó de varios rescates. En 2018, junto a un equipo de NatGeo, pudo rescatar 30 animales en la comunidad de Puerto Alegría, en plena Triple Frontera, entre ellos un pequeño jaguar con el que los turistas se tomaban fotos. Dos años después, en 2020, en la comunidad de San Lorenzo, en Datem del Marañón, procesó a un grupo de jóvenes que mataron a un jaguar y publicaron en redes sociales una selfie con el cadáver del felino, como si fuera un trofeo. Luego, según confesaron, lo cercenaron y se repartieron sus restos.

Pero aún existen muchas amenazas contra la tarea de perseguir ese tipo de crímenes. “Frente al intento de querer hacer bien las cosas uno se choca con un muro. Ese muro es la corrupción”, explica el exfiscal.

Al día siguiente, un recorrido por las mismas tiendas donde meses antes se había realizado la megaincautación de souvenirs de jaguar, permite comprender mejor a qué se refería Caraza. Pese a haber policías en las calles, los escaparates exhibían nuevamente coloridos collares y pulseras con garras o colmillos, cuyos precios oscilaban entre los 140 y 225 dólares (en Asia el precio de ese mismos colmillos, símbolos de lujo y estatus, se multiplica 10 veces).

Para el ojo entrenado, no son difíciles de identificar: los colmillos de jaguar son los más largos y robustos de los gatos nativos, llegando a medir entre cinco y nueve centímetros. Son de color marfil amarillento, compactos (no son huecos como los de caimán), su base es redonda y su punta termina en forma de V invertida. Los vendedores no tenían reparo en confirmar que sí, que eran de jaguar.

Cuando esos productos sean incautados (porque deberían serlo), serán donados a alguna institución científica o podrán usarse como muestras para charlas educativas en los colegios. Por eso, el biólogo Flores tiene a la mano dichos objetos hechos con partes de jaguar, incluido aquel cráneo tan pintoresco. Mientras lo inspeccionaba, el funcionario notó algo que lo alarmó: al cráneo le faltaba uno de los colmillos inferiores. Alguien, no sabe quién, tuvo que habérselo llevado de su oficina.

Oritia es el nombre de una mítica amazona y también el de esta jaguar que llegó a Pilpintuwasi recién nacida, luego de que unos comuneros mataron a su madre por haber atacado a un chico que quiso robarse sus cachorros. Foto: Max Cabello

El pacto humano-jaguar

La médica veterinaria Priscila Peralta recuerda bien el día que tuvo que sedar por primera vez a Prince. Junto con la fiscalía y especialistas de la autoridad de fauna silvestre, fue a rescatarlo a la Granja 4 para trasladarlo a Pilpintuwasi. Cuenta que vio al felino metido en “una jaula de piso de cemento, con rejas negras, sin tener un tronco donde trepar, sin haber pisado nunca la selva”.

El veterinario a cargo no tenía una pistola para dardos de anestesia, así que, ante la indecisión de su colega, Priscila decidió usar una cerbatana. Tuvo que aplicar dos disparos para que Prince cayera dormido. Luego lo cargaron y ella entró a la jaula junto a él para acomodarlo y trasladarlo, primero en una camioneta y luego en un bote, hasta Pilpintuwasi. Se quedó junto al felino hasta entrada la tarde, esperando a que despertara. Era el primer jaguar que anestesiaba en su carrera.

Priscila se enamoró de los jaguares cuando trabajaba en la estación biológica del Parque Nacional del Manu, en Madre de Dios, y lo vio andando libre en lo tupido de la selva. En 2019, cuando ingresó a Panthera como investigadora de campo, recorrió las regiones de Perú donde viven estos animales para documentar el tráfico ilegal de la especie. De hecho, también participó de aquel megaoperativo que lideró el biólogo Flores en 2024. Recuerda que se hizo pasar por una turista para identificar con precisión las tiendas donde vendían productos hechos con partes de jaguar. Lo que más la apenó, sin embargo, fue lo que escuchó en las comunidades cercanas a Iquitos. Una de ellas fue Padre Cocha, a cuyas orillas queda Pilpintuwasi.

“Algunos indígenas boras de esa comunidad vendían partes de jaguar”, recuerda la joven veterinaria, que luce un jaguar tatuado en el hombro izquierdo. “Me contaban que ahí llegaban chinos y que ellos sacaban su cigarro del bolsillo y con eso medían el largo de cada colmillo. Así decidían cuánto pagar”.

Meses antes de anestesiar a Prince, Priscila había rescatado un par de cachorros de jaguar, cuya madre había muerto a balazos: era la venganza de los comuneros por haberse comido a sus perros.

“Si vas desplazando al jaguar de su territorio para asentar una comunidad, le vas quitando su alimento. Entonces el animal naturalmente va a estar por ahí, y a veces por hambre, ataca y come sus gallinas, sus perros, sus gatos. La gente tiene temor y por eso los eliminan”.

Priscila tiene esto claro: combatir el problema radica no solo en perseguir el delito. Es crucial restaurar también la relación entre humanos y felinos.


En junio de 2025, un año después de su rescate, la médica veterinaria Priscila Peralta, de la ONG Panthera, visitó Pilpintuwasi para realizarle chequeos médicos a Prince. Foto: cortesía Marlon del Águila

La médica veterinaria Priscila Peralta asegura que Prince ha ganado peso y se encuentra en mejor estado de salud. Foto: cortesía Marlon del Águila

Prince, en un chequeo veterinario. Ha ganado casi 40 kilos en un año. Llegó a Pilpintuwasi en alto grado de desnutrición. Foto: cortesía Marlon del Águila

“La coexistencia tiene que ver con encontrar un equilibrio, una armonía donde las personas puedan desarrollar sus actividades como la agricultura, la ganadería, y a la vez el jaguar puede ser jaguar, donde la fauna, los otros seres no humanos también puedan ocupar ese espacio”, afirma Paloma Alcázar, especialista en coexistencia humano-fauna, con énfasis en el jaguar (en Loreto y Madre de Dios), del San Diego Zoo Global Alliance Perú.

Alcázar explica que la pérdida de espacios de vida para el jaguar, el tráfico de fauna y las interacciones negativas “se han incrementado o se han ido evidenciando en los últimos 15 o 20 años”. Frente a ello, el Plan Nacional de Conservación del Jaguar en el Perú tiene como objetivo a 2031 reducir al 50 % la caza ilegal y que el 100 % de las autoridades locales se comprometan a luchar contra el tráfico ilegal. Aunque para lograrlo, Alcázar insiste: “Se trata de buscar el bienestar de ese jaguar y de ese humano con la misma intensidad. Es generar procesos que no sean solo en papel, sino en la vida real. Procesos co-construidos con las propias comunidades”.

De esas reflexiones y de la experiencia en el rescate de Prince, la veterinaria Priscila Peralta coprodujo un cortometraje llamado Táájdeeú túráácágí (“Abuelo Jaguar”, en lengua bora). Una pieza audiovisual que habla del vínculo entre este gran felino y las culturas indígenas que habitan la Amazonía.

Actualmente Priscila vive en Gabón y trabaja para Panthera como coordinadora de salud de fauna silvestre y conflictos humanos-felinos, dedicada por entero a los leones, una especie casi extinta en ese país africano. Pero se ha propuesto volver al menos una vez al año a Iquitos para realizar el Jaguar Fest, un evento inspirado en la historia de Prince y que, a través de las artes plásticas, el cine y la música, busca crear conciencia sobre el valor ecológico y cultural de los jaguares.

En junio, como parte de sus coordinaciones para la última edición del Jaguar Fest, Priscila aprovechó a visitar nuevamente a Prince en Pilpintuwasi, exactamente un año después de su rescate. En sus redes sociales compartió fotos y detalles sobre los últimos chequeos médicos que le realizaron: lo anestesiaron, le tomaron muestras de sangre y le realizaron una ecografía. Los resultados fueron alentadores: Prince ha ganado peso (ahora ronda los 90 kilos) y se encuentra en buen estado de salud.

“¡Y ya corría! Era increíble verlo primero en una jaulita de cemento para luego verlo saltar, trepar un árbol”, dirá Priscila tiempo después, aunque sabe que por su edad y su historia de cautiverio, Prince no podrá volver a vivir libre en la selva. “No está en su hábitat, obviamente, pero comparado a lo de antes, tú le veías cómo había cambiado su semblante: de ver un animal al que se le notaban los huesos, echado con cara deprimente, a tener otra cara de gato. Me gusta pensar que, en ese rostro, ahora hay algo de paz”.

Imagen principal: durante 15 años, Prince vivió en una jaula de cemento como la mascota de un político condenado por corrupción, en la selva norte del Perú. Hoy pasa sus días en mejores condiciones gracias al cuidado del centro de rescate Pilpintuwasi. Foto: Max Cabello

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